
Después de ver los 9 intensos episodios de la serie coreana El Juego del Calamar es inevitable llegar a pensar en la situación del crédito en el mundo y cómo los ciudadanos cada vez caemos más en deuda. Pero también ponemos nuestra atención en los límites del ser humano en la sociedad y en que algunas veces estos se rompen por necesidad u otro motivo personal. Así como vienen a nuestra mente las interacciones sinceras y honestas entre personas, las cuales, en ocasiones, son meras ficciones que esconden un interés individual detrás. Estos tres argumentos, y cómo son comunicados en esta propuesta audiovisual, es lo que buscaremos decodificar en estas líneas, entre datos, lecturas e interpretación de mensajes.
La deuda se ha vuelto un compañero recurrente en la vida de muchas personas a lo largo de los años, llegando incluso a records históricos a consecuencia de la pandemia (superó el 355 % del PIB global en 2020), y desembocando en tragedias dolorosas. Esta es la principal motivación para que los 456 participantes del Juego del Calamar decidan entrar e incluso, después de ver que todo es un mortal juego de suma 0, 187 decidan regresar (de 201, es decir, un 93 % de reingreso), tras haber abandonado voluntariamente al ver la primera competición y sus reglas. Esta motivación es tan fuerte en los jugadores que los creadores de esta serie hacen que la premisa: “nunca arriesgaría mi vida por dinero”, pierda cualquier sentido lógico. Este mensaje es presentado y justificado en la narrativa después de mostrarnos las vidas diarias de varios de ellos, que se desenvuelven entre temores, desesperación, humillaciones, etc. Hacen un recordatorio de la frase: “nunca digas nunca”.
Los límites y convenciones de la sociedad actual, nos referimos incluso a marcos legales, están definidos y no permiten que eventos como El Juego del Calamar pasen, sin embargo, pasan. Ya que en este se cometen crímenes penales universales como homicidios, torturas, entre otros. Es una especie de encuentro de gladiadores romanos, pero en un mundo más de dos mil años después, donde los emperadores son reemplazados por VIPS. El ser humano vuelve a ser tratado como objeto de diversión y sadismo. Pero, y este pero es muy importante, a pesar de conformar un entorno sanguinario e ilegal, los jugadores están dispuestos a firmar un acuerdo de participación, no les importa, deciden entrar en un mundo con reglas propias, fuera de convenciones, porque el mensaje es que las convenciones fueron las que les llevaron ahí, entonces se sienten sacramentados a salirse de lo establecido. Las apuestas son recurrentes en los juegos, desde las dos primeras víctimas de Luz roja, luz verde, hasta la autorregulación en cómo ganar las 10 canicas de tu oponente, mostrándonos actividades que son prohibidas en muchas partes del mundo, incluso en Ecuador, suceden en la clandestinidad, como una práctica absolutamente habitual, normalizada. Es decir, incluso dentro de la clandestinidad del Juego del Calamar, existen “subclandestinidades”.
La búsqueda del beneficio individual frente al grupal, las interacciones para ganar y las estrategias lógicas, son parte del juego. El dilema del prisionero está presente constantemente a lo largo de las competiciones. Por ejemplo, el saber de qué será el juego y no decirlo, es buscar delatar y que el otro no hable. Incluso confiar en un anciano en una prueba física como jalar la cuerda, es una forma de buscar beneficio propio cuando la única opción para ganar es trabajar en equipo. Las alianzas circunstanciales existen en el mundo junto con intenciones nobles de ayudar al prójimo. El punto de desequilibrio está cuando en una interacción una persona está jugando con unas reglas y la otra con diferentes.
El Juego del Calamar es un intento de poner un espejo frente a nosotros como individuos y como sociedad, muy al estilo de Black Mirror pero con menos distopía. Nos hace cuestionar nuestras decisiones y a nosotros mismos, incluso después de colocar contextos de justificación. De igual manera, critica los sistemas económicos, pero también a sus usuarios, porque la deuda termina siendo un camino voluntario frente a embargos, cárcel o cualquier otra consecuencia de no pagar las cuentas. Termina siendo un mirar lo que no queremos mirar pero que sabemos que existe, a través de una comunicación explícita, descriptiva y, a ratos, cruda.